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Bogotá hiede

27 de febrero del 2011 | REGISTRO | Por Rafael Nieto Loaiza
No me gusta referirme a acusaciones de corrupción con nombre propio. El impacto que tiene la difusión de tales acusaciones sobre la reputación de las personas es tal que no hay manera de que después quede intacta, por mucho de que en los procesos se concluya su inocencia.
La mancha de la acusación perseguirá siempre a los señalados y sobre ellos caerá una inevitable sombra de duda. Irán por el mundo libres, sí, pero los acompañará el estigma. Y yo, que estoy convencido de que el nombre, la reputación, es el activo más importante con que una persona cuenta, no me atrevo a contribuir al daño sin tener certeza de lo que se dice sobre el indiciado. Todos merecen que se presuma su inocencia.

Se podrá decir en contra de mi prudencia que si algo se dice, por algo será; que, como dice el dicho popular, cuando el río suena, piedras lleva. A veces. Pero otras veces no. Y esos inocentes merecen que su honra, su honor, su buen nombre, queden protegidos. Mil culpables no justifican que un solo inocente corra su misma suerte. Además, y no es objeción menor en estos tiempos de odios políticos, hoy se vierten acusaciones y rumores con el exclusivo ánimo de hacer daño a los enemigos. Calumniad, calumniad, que algo quedará, decía Voltaire.

Y nunca falta un periodista irresponsable que se une a los señalamientos, que los amplifica, que pone el altavoz, con frecuencia sin siquiera intentar cotejar la veracidad de los hechos o preguntar su versión al apuntado. Cuando son muchos o muy influyentes los medios de comunicación que se suben a la corriente, la presión sobre los organismos de control y el sistema judicial puede ser, para procuradores, contralores y jueces maleables, insoportable. Son pocos los que se atreven a decidir en contra de la corriente de la opinión publicada. Y cuando ocurre, después de la acusación en primera página, la corrección o la información que da cuenta de la inocencia, se hace en letra menuda y en las interiores. La difamación ya está hecha.

Para rematar, las frecuentes acusaciones de corrupción sobre funcionarios públicos tiene el efecto de que la ciudadanía percibe al estado y a la burocracia como corruptos. La legitimidad de la democracia y de la función pública se va erosionando. Y la gente de bien decide, con buen motivo, no entrar a la función pública y abstenerse de hacer política.
De manera que a personas acusadas de corrupción trato de no referirme (alguna vez he pecado) sino cuando hay decisión en firme de organismo competente. La sentencia no garantiza que los hechos sean ciertos y no dudo de que se ha condenado a más de un inocente. Pero al menos hay una base para sostener que lo dicho sobre la actuación indebida o delictual de alguien tiene fundamento. Todo este rollo, que se comió la columna, para decir que en la Alcaldía de Bogotá hiede. Lo prueba la decisión del Procurador sobre un ex parlamentario, Germán Olano, y sobre el contralor de Bogotá, Moralesrussi.

Hubo adjudicación indebida de contratos, extorsiones de parte de funcionarios públicos, sobornos de los particulares, tráfico de influencias. Habría indicios de responsabilidad de funcionarios de la Alcaldía, del senador Iván Moreno, hermano del Alcalde, y quizás del Alcalde mismo, así como de Álvaro Dávila, abogado e íntimo amigo de éstos, que habría servido de intermediario. Y el Contralor, hasta el cuello. ¿Qué hacer cuando la sal se corrompe? ¡A las contralorías hay que meterles mano!

El País – Cali - Colombia

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