Es bueno que esté pasando lo de Odebrecht, porque lo que hemos
visto hasta hoy es solo la punta del iceberg…
Colombia debe ser reconstruida y un movimiento de transformación
moral debe sacudir sus cimientos. Nos acostumbramos a la desidia, al robo, al
engaño, a las carreteras que nunca terminan, las mismas en las que se invierten
millones de dólares y luengos años.
Lo que
viene es comparado a cinco procesos ocho mil juntos, pues Eleuberto Antonio
Martorelli, el funcionario de esta compañía brasileña que se declaró Daniel
Santos, va a empezar a cantar ahora sí con robateo de bolero, merengue,
bachata, conga y Te Deum también, pues los congresistas, alcaldes, concejales,
gobernadores, que aparecerán envueltos en esta maraña, quedarán sepultados para
siempre bajo la losa de la corrupción.
No es la
primera vez, amables lectores, que una ordalía como la Odebrecht ocurre en el
Tercer Mundo. De ello pueden estar seguros. Buena parte de la contratación de
carreteras, megaobras como la que une a Brasil con el Perú, autorizada por el
expresidente Toledo, hoy prófugo de la justicia, ha estado aceitada por los
dineros del soborno.
Hasta el
momento, se sabe que la firma brasileña repartió 788 millones de dólares en 12
países; toda una aplanadora para ganar a como diera lugar, con lo que Papini
llamaba “estiércol del demonio”. El becerro de oro, los dólares por millones,
despertaron la codicia, rindieron éticas, códigos morales. La corrupción avanzó
pierna arriba de estas repúblicas fáciles, bananeras. El dinero del pueblo
terminó así en gruesas cuentas bancarias en Andorra, en Suiza, en Panamá, en
Islas Caimán.
En Colombia,
particularmente, cada vez son más los nacionales que acuden con desgano a pagar
impuestos –cuando los pagan- conscientes como son muchos del destino de la
tributación. Estos impuestos no se ven en buenas escuelas públicas,
universidades, parques, carreteras. Muchas obras de caminos, vías, se hacen
intencionalmente con asfalto de tercera, el mismo que se deteriora al primer
aguacero. Vías que están en buen estado, de pronto son picadas con taladro para
hacer ahí algo peor; pero es que la contratación no se puede detener.
Cali, por
ejemplo, está llena de puentes peatonales que nadie utiliza. ¿Alguien puede
preguntar cuánto costaron, por qué se ordenó su construcción en zonas donde son
absolutamente inservibles? De hecho, aquí como en Buenaventura, algunos de esos
puentes se han caído. Siempre es menester inventar algo nuevo para robar.
Cuando uno ve
nuestra pobre república sumida en estos descalabros, piensa que es necesario
empezar de cero. Colombia debe ser reconstruida y un movimiento de
transformación moral debe sacudir sus cimientos. Nos acostumbramos a la
desidia, al robo, al engaño, a las carreteras que nunca terminan, las mismas en
las que se invierten millones de dólares y luengos años. ¿Cuánto ha tardado la
doble calzada a Buenaventura? ¿Cuántas veces se han robado el dinero del
acueducto del puerto?
Como diría el
maestro alemán Bertold Brecht, “hay que trastocar todo el Estado”; aquí no se
salva nadie. El que no tiene dinga tiene mandinga. Cada vez que surge un líder
capaz de revolcar las viejas estructuras, este cae asesinado. Recordemos a
Gaitán, a Galán. Todo aquel que ose pisar el terreno de las grandes mafias
políticas y económicas de Colombia es convertido en mártir. Quien desee morir
por la patria grande que dé un paso adelante.
Decía al
inicio de esta columna que es bueno que esté pasando lo de Odebrecht, porque un
tocar fondo, una situación extrema de corrupción en todos los ámbitos, es la
que puede dar al traste, de verdad, con las viejas castas políticas, y obligar
al ciudadano de a pie a tomar partido por la verdad y la justicia.
Bienvenido
Odebrecht para que con su fuerza de tifón arrase con todo lo malo y nos deje
ver con claridad a esos que señalábamos desde los días de las grandes marchas
estudiantiles: “Ahí están, ellos son, los que roban la nación”.
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