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Dic 10 de 1948
Peláez y Gardeazábal agosto 1 de 2018
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Me cuesta decirlo

 Por: Eduardo Escobar
"Es una desmesura la exigencia de Iván Cepeda de que el acto de contrición se haga con el Senado en pleno y en presencia del Presidente de la República. Pura arrogancia".

Telesur mostró a un sonriente Iván Cepeda exhibiendo el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el cual obliga al Estado colombiano a pagarle una millonaria compensación por la muerte de su padre, y a pedir público perdón a su familia. Me alegró ver a Cepeda, depuesta la cara torva que suele llevar, cambiada por una más alegre, triunfal.
Coincidí con su padre a veces en esos encuentros de poesía que hace años convocaban en Colombia las bibliotecas municipales, de modo que debí soportar sus versos. Y él aguantó los míos con el mismo estoicismo.

No fuimos amigos. 

A él no debían simpatizarle mi aire marihuano, mis sandalias trespuntás y la insolencia de mis odas aun cuando hablábamos de las mismas cosas. Y a mí me apartaron de él la tristeza de huérfano y la corbata mustia de los funcionarios del Partido. Pero me alegré por Iván. Al fin de cuentas, un hijo doliente que cree reivindicar la memoria de su padre.

Sin embargo, es una desmesura su exigencia de que el acto de contrición se haga con el Senado en pleno y en presencia del Presidente de la República. Pura arrogancia. Ganas de humillar.

De hacer espectáculo. Porque uno se pregunta, Iván, quién pedirá perdón a los colombianos en nombre de tu padre, Manuel, que fue el ideólogo y activista de un aparato de terror que predicaba la violencia. Y que, aunque se sintiera el apóstol de un evangelio de ateos purificados por la fe en el materialismo dialéctico, eso no lo exonera de sus errores. 

Dicen que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, pero es el camino del infierno.

Yo también participé en la ilusión de instaurar un desorden saludable contra un orden injusto. Está confirmado por el rastro que dejé. Un haz de poemas pastosos al Che y a Ho Chi-Minh y a los que luchan en las montañas, con toda la basura retórica que llamamos literatura comprometida esos días confusos, y resmas de manifiestos que firmé a veces en solitario. Pero me desvié a tiempo hacia el simbolismo, seducido por un ángel sin nombre, y olvidé esos embelecos diablescos.

Hace años, el Estado quiso transar con Iván Cepeda una solución amistosa. 

Él se negó a la transacción diciendo que no descansaría hasta llevar el caso a la corte con sede en Costa Rica. Y lo consiguió. Y ganó después de una larga intriga. 

Pero no podrá hacer una víctima inocente de uno que cantó la burrada de Caín, y a 'Tirofijo', en cuyo honor nombran un frente guerrillero, y representó la línea dura de la secta judaica de los comunistas. Sus asesinos hicieron el coro. Y cayó en el desorden que justificaba.

El gesto de desagravio debería estimular, más allá del dolor, legítimo sin duda, otras reflexiones sobre la vida y la izquierda que queremos. En justicia, Iván debería, si aspira a redimir a su padre, pedir perdón a la sociedad por sus yerros ideológicos y de método. Sobre todo, a las masas de las cuales se erigió en guía. Mi generación hizo la crítica implacable de la autoridad de los padres.

De acuerdo con el ruso Gurdjief, es preciso corregir la imagen autocomplaciente que de ellos guardamos para reeducarlos para la siguiente encarnación. 

Y si no es así, viéndolos como fueron nos concedemos el derecho a no repetir sus equivocaciones, sus fracasos y sus malos ejemplos, y a comprender el mundo que dejaron, sin transfigurarlos a la fuerza en falsos corderos cuyos vellones se muestran a los camarógrafos.

Manuel y su partido contribuyeron a frustrar los cambios en Colombia por años. Fueron un obstáculo más que un medio para propiciar la revolución y la claridad de pensamiento. Hicieron sospechosas aun las mejores propuestas de mejoramiento social.

Y con sus retorcimientos soliviantaron pandillas homicidas que a su vez sintieron que hacían patria matando como Manuel en su inautenticidad mimando el dogma de Lenin. 

Para al fin entrar a formar parte de un inútil martirologio de figurones temibles o intrincados, más notorios que un montón de colombianos anónimos que la corte ignoró.

Eduardo Escobar

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