Por Daniel Samper Ospina
OPINIÓN Creo que ni los tres huevos del presidente Uribe reunidos en uno solo alcanzan el tamaño del huevo que tiene Íngrid.
Sábado 10 Julio 2010
Reconozco que soy lento, que me cuesta trabajo comprender las cosas. Hace un mes, por ejemplo, cuando los noticieros informaron que una figura pública muy prestante padecía de severos daños cerebrales, pensé que se referían a Noemí. Sin embargo, alguien me aclaró que se trataba de un cantante latinoamericano.
—Yo sí le notaba algo raro a Ricardo Arjona -dije victorioso porque no sabía que hablaban de Cerati-: esas letras no podían salir de una persona normal.
No ha sido la primera vez que mis neuronas demuestran que tienen un servicio de electricidad parecido al que todos padecimos durante el gobierno de Gaviria. Esta semana el periódico advirtió que el presidente Uribe asistiría al congreso cafetero para analizar la verdadera situación del grano, y recuerdo haberlo criticado: para esos efectos era mejor mandar a Fabio Valencia, cuyo acné es un caso de análisis mucho más interesante que cualquier otro. Por esos días, justamente, lo vi pasar a él, a Valencia Cossio, en una camioneta que andaba a toda velocidad, y a la que seguían dos motos de la Policía.
—¡Eso, eso: agárrenlo, agárrenlo! -comencé a gritar, porque de verdad la policía ya lo tenía muy cerca—: ¡denle su merecido! ¡Que haya justicia!
Si un apiadado transeúnte no me hubiera explicado que se trataba de su escolta, ya estaría afónico.
Digo que me cuesta trabajo entender las cosas. No en vano soy periodista. Y por eso, cuando el pasado viernes salió la noticia de la indemnización de Íngrid, me pareció desmedida la reacción de todo el mundo en contra de la pobre mujer.
La verdad, en el caso de Íngrid yo sí estoy de acuerdo con lo de la indemnización: creo que es justo que ella le pague al Estado al menos 12.500 millones de pesos. Incluso más: deberíamos pedirle más, para que no vuelva a confundir arrogancia con valentía y aprenda a ser agradecida.
Debíamos pedirle más, pensaba, pero un compañero de la oficina me explicó que la demanda venía al revés. Y entonces volví a quedar en las nubes: ¿cómo así? ¿El Estado debe pagarle 12.500 millones a quién? ¿A la guerrilla por haber tenido a Íngrid? ¿O es Íngrid, acaso, la que se los debe pagar a Juan Carlos Lecompte por haberlo saludado como si fuera un fox terrier? ¿O es Juan Carlos Lecompte quien debe pagarle derechos a Íngrid por haber explotado su dummy?
Tuvo que explicarme mejor:
—Es Íngrid la que piensa demandar al Estado a pesar de que todo el mundo le advirtió que no se metiera en la boca del lobo.
—No entiendo -reviré confundido-: ¿se quería meter en la boca del presidente Gaviria? ¿Para qué, si de un tiempo para acá se le caen los dientes?
Ahora que me lo explicaron bien y que lo comprendí todo, permítanme hacer una confesión algo escatológica: siempre recordaré 2010 como el año en que supe de la condición testicular del presidente Uribe. Su confesión, debo admitirlo, me impresionó bastante. Jamás olvidaré el momento en que el mandatario más popular de los últimos tiempos confesó que tenía tres huevos. No lo quiero juzgar. Al menos no por eso. Entiendo que la suya es una malformación mucho más común de lo que se cree, y me parece que debemos rodearlo y darle afecto.
Sin embargo, creo que ni los tres huevos del presidente Uribe, reunidos en uno solo, alcanzan el tamaño del huevo que tiene Íngrid. Es tan grande que dan ganas de tirárselo de nuevo a José Obdulio en la frente y repetir esa escena memorable que recuerdo con cariño cuando no puedo conciliar el sueño: ¡cómo le escurría la yema! ¡Se parecía a Gorbachov!
La actitud de Íngrid es miserable, no tanto porque demuestra su ingratitud con las fuerzas del Estado que le advirtieron de los peligros que ella desoyó y que posteriormente la rescataron, sino por el precedente que dejará en las instituciones colombianas. Porque si prospera este caso, se viene una cascada de demandas imposible de detener: ya me veo a Fabio Valencia demandando a su dermatólogo, Noemí a su siquiatra y Gustavo Petro a su sastre.
No obstante, si ya es un hecho lo de la demanda, sugiero humildemente que incluyan este capítulo en la serie que están filmando sobre la Operación Jaque. Que a la heroína le muestren también su lado miserable. Porque a Íngrid hay que darle su merecido de alguna manera. Aun más: sugiero que ya no la interprete Marcela Mar sino Marcela Benjumea.
En su momento imploré para que a nadie se le fuera a ocurrir hacer de la Operación Jaque una película, porque ya me veía a Teresa Gutiérrez interpretando a Jorge Eduardo Géchem. Pero la demanda de Íngrid al Estado me parece un buen final. Ya no está Teresa Gutiérrez, pero la puede reemplazar Alan Jara, cuyo caso, dicho sea de paso, no se puede comparar con el de Íngrid. Si él decide demandar al Estado yo lo apoyo porque nadie le hizo advertencias sobre su seguridad y además necesita la plata para terminar de pagar el diseño de sonrisa.
Reconozco que soy lento, que me cuesta trabajo comprender las cosas, que casi nunca entiendo nada. Y por eso puedo estar equivocado. Pero yo creo que, esta vez, lo justo es que Íngrid nos pague a todos nosotros.
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