24 de sep. 2011 | La Claridad | Por: Paloma Valencia Laserna
“La política
es mejor negocio que el narcotráfico”, dijo el detenido Juan Carlos Martínez
para explicar que él ya no es narcotraficante.
Es un
comentario desolador. Luego de que Pablo Escobar incursionara en la política y
fuera inmolado Galán por denunciarlo, y tratar de evitar que la mafia dominara
la política, Colombia inició un proceso, que si no se detiene, acabará con la
democracia.
No hubo
consecuencias significativas del proceso 8.000, y hoy ya abiertamente el hampa
pasó de traficar con drogas, asesinar y extorsionar a convertir la política en
su nuevo negocio. Llegaron a la política con sus vicios, su mentalidad mafiosa
y su estilo de amedrentar, saquear y destruir. Es evidente que la política
colombiana está a punto de fenecer bajo la sombra de una nueva calaña de
politiqueros que han convertido el Estado en una fuente de recursos para ellos
y sus amigos.
La política
se transfiguró en un negocio de unos cuantos que invierten gigantescas sumas de
dinero en las campañas, y luego exprimen los cargos con maniobras truculentas y
tramposas, y no sólo recuperan la inversión, sino que obtienen réditos
superlativos. Se sabe cuánto invertir en cada cargo, de acuerdo con lo que se
le puede ‘sacar’.
Y es aún más
grave que las reformas políticas para fortalecer los partidos se han convertido
en mecanismos muy eficientes, para que sólo las grupúsculos ya entronizados
puedan acceder a la política. Los ciudadanos que inspirados por una genuina
vocación de servicio público, intentan penetrar a la política, son excluidos;
quien no hace parte de las estructuras y no va a cumplir con los designios de
esas mafias, difícilmente puede llegar a la política, y si lo logra es sólo
para hacer parte de un cuerpo, cuya podredumbre lo inutiliza y disuelve.
La
descentralización fracasa, no porque la provincia carezca de liderazgos y
capacidades, sino porque la mafia se apoderó del quehacer político. La
legitimidad democrática se agota. El futuro está amenazado. Es el momento para
detener semejante fiesta de perdición. Hay que fortalecer a los partidos para
que puedan retirar avales y echar de sus cuerpos a los indeseables. La
responsabilidad política debe ser más estricta y severa que la de la ley, y así
deben exigirlo los partidos. El que aspire a ejercer funciones públicas no debe
estar investigado, menos haber sido sancionado, y más aún, debe estar libre de
toda sospecha.
La otra
parte del control político deben ejercerla los electores: ser responsables con
su derecho al voto. La democracia es el mejor sistema, porque le da a cada
ciudadano el mismo valor y le otorga a cada uno el poder de elegir. Pero esa
virtud es, al mismo tiempo, su debilidad. Cada uno resuelve cómo o por qué
vota. Muchos colombianos han convertido ese derecho en una transacción: reciben
desde puestos, promesas de contratos, cemento, dinero, mercados a cambio de su
voto y la institucionalidad colombiana está impávida frente al asunto.
No es
aceptable que quien vota lo haga por razones mezquinas. No todas las
motivaciones para votar son aceptables. ¿Cómo podemos cambiar eso? ¿Cómo
regular que los votantes no voten por las razones equivocadas? ¿Conviene
sancionar con la suspensión del derecho al voto a quienes lo venden?
Tenemos que
perseguir a quienes compran votos, pero al mismo tiempo a quienes los venden.
Tenemos que extirpar a los corruptos, para lo cual la ley ya se ha probado ineficiente.
Hay cosas que las comunidades saben sobre la corrupción y que aún así no se
pueden probar. Como ciudadanos tenemos que atender esas señales. No podemos
seguir tolerando las trampas que por estar bien hechas, quedan como si no
hubiesen ocurrido.
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