03 de octubre de 2011 | OPINIÓN| Por: Paloma Valencia Laserna
El despojo de
tierras de los campesinos y propietarios agrícolas por parte de grupos
violentos es un drama. La gente que vive del campo lo pierde todo; quedan sin
casa y sin trabajo. El Estado tiene que hacer un esfuerzo por recobrar el orden
y evitar así que los violentos abusen de su poder y roben, saqueen y destruyan las
estructuras de la sociedad.
Dicho esto,
no parece sensato que las políticas agrarias del país estén contemplando una
reforma agraria similar a la que iniciara Carlos Lleras. Se trata de un despojo
con características similares: los propietarios que vivían de sus fincas y se
dedicaban a ellas fueron presionados para vender. El poder desproporcionado del
Estado ejerció de por sí una amenaza. Los funcionarios armados con el discurso
de la redistribución trataron a los propietarios como si fueran criminales. Se
les puso el despectivo título de ‘terratenientes’ y se los satanizó como si
ellos fueran los causantes de los retrasos en el desarrollo y los culpables de
la pobreza. Con este argumento de pretendida superioridad moral, esos llamados
terratenientes fueron víctimas de una de las gestiones más terribles que ha
ejercido el Estado contra los particulares: se les cancelaron sus derechos y
prácticamente se les expropió la tierra. Vale recordar que durante el imperio
del Incora las tierras fueron pagadas en sumas irrisorias, en bonos que se
redimían en cinco años, donde la inflación era tan alta que las últimas cuotas
ya no valían nada.
No siendo
esto suficiente, algunos beneficiarios de las tierras, muchos de ellos
reinsertados y comunidades indígenas decidieron tomar parte activa en la
redistribución. Se impuso así la invasión, donde unos pocos iban hasta los
potreros, abrían un par de huecos y se aposentaban ahí. La tierra tenía que ser
vendida para que su propietario recuperara algo al menos. Los que integraban
grupos ilegales -amparados por el discurso estatal de la maldad de los
terratenientes- presionaron las ventas con amenazas y asesinatos. Se volvió
común oír decir que las viudas venden más barato. Todo eso sólo sirvió para
deprimir el agro y destruir las comunidades. Los nuevos propietarios tampoco se
volvieron ricos, en muchos casos ni siquiera salieron de la pobreza.
Los
propietarios rurales no son monstruos ni tienen la culpa de la pobreza en
ninguna medida mayor que la tenemos todos en este país. Hubo finqueros que se
vincularon con los grupos ilegales para robar y matar, pero son una minoría. En
general, son gente que produce con dedicación y honradez. La tierra en manos de
los violentos, los narcotraficantes y los ladrones debe ser recuperada y
entregada a sus dueños y a quienes la necesitan; pero los propietarios decentes
que trabajan sus predios -sin importar el tamaño- deben ser protegidos y
respetados. Tal y como lo son los industriales urbanos, donde la redistribución
se limita a impuestos, ninguna empresa urbana, ninguna fortuna urbana ha sido
expropiada.
El sector
agrario además no es el más productivo del país. Producir en el campo es
difícil por la violencia y el clima, y es un sector muy competido, pues es
subsidiado en casi todos los países desarrollados, y a veces es más barato
importar los productos que producirlos acá. La desigualdad en Colombia no se
produce por la distribución de la tierra, sino de la riqueza. Los grandes
capitales son industriales y financieros, así que si de redistribuir y superar
la desigualdad se trata, habría que poner los ojos sobre las ciudades y sus
grandes capitales.
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