Plinio Apuleyo Mendoza
Surgen nuevas luces sobre la atrocidad del fallo que ahora condena al coronel Luis Alfonso Plazas Vega a 30 años de prisión. Es un compromiso de conciencia señalarlas
Lo peor que puede ocurrir frente a una injusticia monumental es dejar que el país la olvide.
Suele ocurrir. No nos gustan los dramas. Estamos cansados de ellos.
De ahí que siempre sea más atractivo para los lectores mencionar las sorpresas del Mundial de Fútbol o las novedades que nos esperan con el nuevo gobierno de Juan Manuel Santos. En cambio, deben encontrar cargante que uno vuelva sobre el caso del coronel Luis Alfonso Plazas Vega.
Pero la verdad es que surgen nuevas luces sobre la atrocidad del fallo que ahora lo condena a 30 años de prisión. Y nada que hacer: es un compromiso de conciencia señalarlas.
De cuantas notas se han escrito sobre este caso hay una, de especial relevancia, que muchos lectores de este diario no deben conocer.
La publicó en la revista Poder la periodista Claudia Morales. Con suma objetividad ella recoge un testimonio tan contundente que, si se le da crédito, justificaría de sobra la sentencia de la jueza María Stella Jara.
Proviene de un antiguo cabo del Ejército llamado Édgar Villamizar. Según él, se hallaba en Granada (Meta), en el Batallón Vargas, cuando el 5 de noviembre de 1985 fue trasladado con 14 hombres más a Bogotá para ayudar a las Fuerzas Militares que intentaban recuperar el Palacio de Justicia, tomado por el M-19.
Villamizar declara que luego de dos días de candentes acciones había sido remitido a la Escuela de Caballería. Y allí, según él, vio a los rehenes que habían sido llevados a ese lugar desde la Plaza de Bolívar. Y dice haber escuchado la orden escalofriante que brotó de los labios del coronel Plazas Vega: "Cuelguen a esos h. p.".
Villamizar sostiene haber presenciado cómo los rehenes eran colgados de las manos, torturados con golpes en el estómago y cables cargados de electricidad y cómo, finalmente, sus cuerpos fueron enterrados en un hueco de la Escuela, luego de sacar de allí a un caballo muerto.
Tal fue la prueba reina que motivó el fallo.
¿Qué más podría necesitarse?
Pues bien, algo pasó por alto la jueza María Stella Jara. Algo que Claudia Morales recoge minuciosamente en su nota.
Con sigilo, sin someterse a interrogatorios, Villamizar firmó con otro nombre su declaración: Édgar Villarreal. Pero luego pudo establecerse que ni él ni 14 hombres más fueron enviados desde el Batallón Vargas, en el Meta, a Bogotá.
Jamás fueron solicitados en la capital, ni su traslado fue ordenado por el comandante del Batallón. Nunca existió en el Ejército un mayor llamado Jairo Alzate Avendaño (nombre que Villamizar citó como autor de dicha orden).
Además, la Escuela de Caballería nunca recibió el supuesto contingente, fuera de que no disponía entonces de campo de aterrizaje para helicópteros.
Y lo más concluyente: un compañero de Villamizar, el suboficial Gustavo Alonso Velásquez, declara que este se hallaba con él aquellos tres cruciales días en la enfermería del Batallón, en Granada. "No me podía mover y el mismo Villamizar me llevaba los alimentos -declaró-. Juntos vimos por televisión lo que estaba pasando en Bogotá."
Después de conocer en detalle esta farsa (detrás de la cual uno ve la sombra de los insaciables enemigos de Plazas: guerrilla, narcotraficantes expropiados por él o colectivos de abogados mamertos expertos en fabricar crímenes de Estado), uno acoge totalmente el mensaje enviado por Thania, la esposa del militar, a la jueza Jara, hoy radicada en Alemania:
"Usted se basó en el testimonio de un testigo fantasma, al cual ni usted ni la defensa vieron, porque nunca se presentó a la audiencia y cuyo testimonio son cuatro hojas llenas de mentiras, en las cuales ni siquiera su firma es auténtica. Su Señoría, usted condenó sin pruebas a un acusado".
Triste verdad.
Plinio Apuleyo Mendoza
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