10 de octubre de
2011 | OPINIÓN
| Por: MAURICIO VARGAS
Gobierno, cortes y Congreso acordaron que la reforma de la justicia sea un cambio que nada cambie.
La reforma no tocará la fuente del botín burocrático de la justicia.
Hace cerca de un año,
cuando el Gobierno y las altas cortes iniciaban sus consultas en busca de un
acuerdo para la muy urgente reforma de la justicia, dije en esta columna que el
presidente Juan Manuel Santos debía evitar la búsqueda del consenso por el
consenso mismo. Recordé una frase de Virgilio Barco, un reformista convencido
que llegó tarde a la Presidencia, en el sentido de que "el consenso mata
las reformas", pues, al tratar de dejar contento a todo el mundo, los
promotores del consenso evitan los cambios de fondo que son los que pisan
callos.
Con el proyecto de
reforma de la justicia, todos los que la negociaron parecen muy contentos. Y
eso se debe a que no pisa callo alguno. El principal objetivo de los
reformadores tenía que ser acabar con el Consejo Superior de la Judicatura, ese
ente ineficiente, politizado y burocratizado que tanto daño le ha hecho al
funcionamiento y a la imagen del poder judicial. Pues lo dejaron casi intacto,
salvo por un cambio menor que acaba con la sala administrativa y la reemplaza
por una especie de supercorte que, de entrada, luce pesada e ineficaz y, por lo
tanto, incapaz de impulsar la administración gerencial que el sector judicial
necesita con urgencia.
Con esto, los magistrados
del Consejo Superior y sus aliados del Consejo de Estado quedaron felices: la
reforma no tocará la fuente del botín burocrático de la justicia. Los
congresistas, que también alimentan y se alimentan de ese botín, quedaron
dichosos. Y el Gobierno quedó tranquilo con su reversazo, ya que, al proponer
eliminar el Consejo Superior, se había trenzado en una dura polémica con buen
número de magistrados y eso no le convenía. Todos contentos. Ningún callo
pisado. Cero reforma de fondo.
Otro gran objetivo era
zanjar con reglas claras el choque de trenes entre las altas cortes por cuenta
de la tutela contra sentencias. Como era un tema muy delicado (cuando Álvaro
Uribe se metió en ese berenjenal, y lo hizo a favor de la Corte Constitucional,
se ganó para siempre el odio de la Corte Suprema), quedó de lado. Ningún callo
pisado. Cero reforma. Y el choque de trenes seguirá.
Numerosos expertos
nacionales e internacionales recomendaban la doble instancia para el
juzgamiento de los congresistas que hoy lleva a cabo, como investigador y juez,
la sala penal de la Corte Suprema. Es una elemental garantía en los Estados de
derecho que todo procesado tenga oportunidad de que una instancia distinta a su
primer juez revise su caso. En la reforma hay un cambio, más bien menor, que
establece la doble instancia en la misma sala penal. Unos magistrados de la
sala penal revisan lo que otros, sus colegas, hicieron. Un yo con yo. Una
reformita.
El cambio más importante
es el remplazo de la actual Comisión de Acusación por un tribunal de nueve
juristas, para que la comisión deje de ser de absoluciones. Pero, aun con ese paso
positivo, ¿se puede llamar a esto una reforma de la justicia? Para nada. Los
grandes problemas de la impunidad no son atacados: la politización de las
cortes queda intacta y la gran falencia del sistema en el campo penal -la falta
de investigación judicial que obliga a fiscales y a jueces a depender
exclusivamente de confesiones y delaciones, de lo que digan los malos- no se
corrige.
¡Ah!, se me olvidaba: en la negociación, los magistrados consiguieron más
plata del presupuesto para el poder judicial. De nada servirá, pues, si el
sistema está enfermo, politizado, burocratizado: los nuevos recursos irán a un
barril sin fondo. Ante la avalancha de críticas, el presidente Santos salió el
viernes a defender la reforma. Dijo que su mayor fortaleza es ser fruto del
consenso. Se equivoca. Es su mayor debilidad. Todos los involucrados quedaron
contentos porque la reforma deja casi todo como estaba.
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