09 de octubre de 2011 | OPINIÓN| Por: SALUD HERNÁNDEZ-MORA
La historia de Ana María Carvajal, que tenía 28 años cuando desapareció en el 2008 en algún caserío de Samaniego, y la de su hermano mayor, Ricardo, son el pan nuestro de cada día en la Fundación País Libre.
Ana María, Lina Marcela y tantos otros ciudadanos de segunda seguirán desaparecidos.
Opté por hablarle directo, sin rodeos.
¿A qué horas buscará la Fiscalía a su hermana? ¿De verdad piensa que enviarán
una comisión durante días o semanas a esas remotas veredas de Nariño a
averiguar por una persona que no es nadie para ellos? No hay el menor peligro,
aunque en carta oficial mientan descaradamente y afirmen que nunca escatimaron
esfuerzos en su labor por hallarla. Mejor, le dije, haga el duelo, entiérrela
en su corazón y recobre su vida.
La historia de Ana María
Carvajal, que tenía 28 años cuando desapareció en el 2008 en algún caserío de
Samaniego, y la de su hermano mayor, Ricardo, son el pan nuestro de cada día en
la Fundación País Libre. Un hermano que pierde su hogar, su empleo y sus sueños
por dedicar años a recorrer entidades públicas a fin de suplicar que encuentren
al familiar que un día cayó en manos de un grupo armado. Jamás las autoridades
mueven un dedo, desde el primer día archivan el expediente, aunque en teoría
siga abierto, son NN para todos los efectos.
¿Tendrá algo para los Ricardo de
turno la muy publicitada reforma de la justicia? ¿Saben ya cómo harán en las
áreas calientes de Putumayo, Cauca o Nariño, donde reinan los criminales y son
terreno vedado para los organismos estatales? Porque Ricardo no solo aspira a
recobrar viva a Ana María -le cuesta aceptar que la mataron hace tiempo-, sino
a que la justicia encuentre y persiga a los culpables. No es que sea ingenuo ni
le falten luces, es que actuó siempre como el papá de sus cinco hermanos y
siente que perder la esperanza y tirar la toalla es traicionar a Ana María y
hacer dejación de sus responsabilidades como cabeza de familia.
Pero, con el corazón en la mano,
sin decirnos mentiras, ¿a quién le importa una chica de estrato bajo que
abandonó la capital de la república para vender ropa, accesorios y juguetes en
las poblaciones perdidas de Colombia, a donde llegar es una proeza y solo el
dinero de la coca permite que los clientes compren ropa y caprichos a precios
altos? La mayoría, autoridades incluidas, piensa, como mínimo, que ella misma
se ganó su destino y que sabía lo que hacía.
No se detiene un momento a
admirar la berraquera de mujeres como ella, capaces de pasar semanas
adentrándose en territorios hostiles con el fin de ganar una plata que permita
mantener y educar un poco mejor a sus hijos.
Insisto, ¿qué hay para esa gente
en la reforma de una justicia que tiene índices de impunidad del 95 por ciento
en algunos delitos? ¿Harán algo para resolver ese y otros casos, como el de la
niña Lina Marcela Tovar, secuestrada en la vereda tolimense Los Medios, zona
guerrillera, cuando tenía 5 años?
¿Idearon ya el modelo de equipo
de fiscales, investigadores, jueces, que mandarán el tiempo que sea necesario a
esos parajes controlados por las Farc para recuperar a esa niña y otros
secuestrados desaparecidos y llevar después ante la justicia a los culpables?
Les recuerdo que en el caso de Lina Marcela han pasado cuatro años y nada que
avanza la búsqueda.
Una comprende la complejidad que
supone para los entes judiciales y la Fiscalía actuar en esa Colombia asolada
por la guerra y el narcotráfico, pero no pueden seguir abandonando a su suerte
a los compatriotas que la habitan.
Me temo, sin embargo, que
seguirán despreciándolos. A senadores y congresistas solo parece preocuparles
que los juzguen en dos instancias; a las altas cortes, que les mantengan sus
privilegios, impunidad y burocracia, y al gobierno, antes que nada, no pelearse
con los magistrados.
Ana María, Lina Marcela y tantos
otros ciudadanos de segunda seguirán desaparecidos.
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