06 de febrero de 2012 | COLUMNA | Por: Mauricio Vargas
El fallo sobre Plazas es el último eslabón de una cadena de equivocaciones que premia a los guerrilleros y castiga a los militares.
La duda favorece a Piedad
Córdoba, pero condena a Plazas.
Hace bien el presidente
Juan Manuel Santos en renegar de su promesa de inicios de mandato -durante la
engañosa luna de miel con las altas cortes- cuando aseguró que nunca criticaría
un fallo judicial, y proceder ahora a cuestionar el del Tribunal Superior de
Bogotá que condena a 30 años de prisión al coronel Alfonso Plazas Vega por su
actuación en la toma del Palacio de Justicia. Fallo que, además, demanda que el
presidente de entonces, Belisario Betancur, sea juzgado por la Corte Penal
Internacional, y ordena al Ejército pedir perdón por los hechos.
Aunque los magistrados
se molesten, todos los colombianos, incluido el Primer Mandatario, tenemos
derecho a opinar sobre las decisiones de los tribunales. Otra cosa es que
estemos obligados a acatarlas. Santos registra la misma molestia que millones
de colombianos frente a la evolución de los procesos judiciales sobre las horas
de terror vividas entre el 5 y el 6 de noviembre de 1985 en el Palacio de
Justicia.
Para las nuevas
generaciones -y para los olvidadizos-, recordemos los hechos. Decenas de
guerrilleros del M-19 se tomaron a sangre y fuego el Palacio, asesinaron a
guardias y custodios, tomaron como rehenes a magistrados de las altas cortes,
quemaron expedientes para ayudar a grandes capos de la mafia, y pusieron al
país al borde del colapso absoluto. Pretendían hacerse fuertes, negociar un
alto el fuego en el edificio y obligar al presidente Belisario Betancur, que
tanto se excedió en generosidad e ingenuidad en su fallido proceso de paz, a
hacerse presente para ser juzgado por los guerrilleros.
La reacción de los
militares no se hizo esperar. Sin preparación alguna en este tipo de
operaciones, pasaron una veintena de horas tratando de recuperar el edificio,
algo que sólo lograron con su virtual destrucción y la muerte de decenas de empleados
y magistrados, muchos de ellos asesinados a sangre fría por los asaltantes.
Aunque es verdad que los militares salvaron la vida de muchos, también lo es
que, en la paranoia antisubversiva de entonces, cometieron excesos y, sin duda,
barbaridades, al detener a algunos de ellos, llevarlos sin orden judicial a
instalaciones militares y, según testimonios, torturarlos y desaparecerlos.
De eso último ha sido
acusado el entonces coronel Plazas, convertido en leyenda al responder en esas
horas a un periodista que le preguntaba qué estaba haciendo: "Defendiendo
la democracia", dijo sin titubeos. Ese protagonismo le granjeó odios que
hoy le pasan la cuenta. Lo menos que se puede decir del fallo que lo condenó es
que está lleno de vacíos y contradicciones, como lo demostró ayer en su columna
de este diario mi colega María Isabel Rueda.
El quid del asunto es
que millones de colombianos se niegan a entender que mientras algunos de los
líderes del grupo asaltante hoy gobiernan a Bogotá por el favor de la misma democracia
que Plazas decía defender, el militar retirado vaya a pasar el resto de sus
días en prisión. En conclusión, lo que a muchos indigna es que la sociedad
aplique el máximo castigo a los militares que defendieron a las instituciones
(imperfectas, pero en todo caso más legítimas que los terroristas), mientras
perdonó y ahora premia con honores democráticos a los líderes del grupo
terrorista asaltante.
En eso, el fallo de la
justicia contra Plazas es, en esencia, injusto. Y perfila una constante: durísimas
-y merecidas- condenas a los políticos aliados con los paramilitares, y la
vista gorda de la Corte Suprema frente a los políticos dedicados a hacerles
mandados a las Farc, a esas mismas Farc que siguen matando civiles. La duda
favorece a Piedad Córdoba, pero condena a Plazas. Y la reacción de Santos, que
tanto molestó a las cortes, recoge esa honda indignación de millones de
colombianos.
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