Fernando Londoño Hoyos
No se ha dicho, como conviene, que entre los muchos daños que produjeron las disparatadas encuestas de opinión, el mayor de ellos fue impedir la elección en primera vuelta de Juan Manuel Santos como Presidente de la República.
Si los electores hubiesen sido advertidos de esa probabilidad, se habrían economizado muchos gestos de cortesía, muchas adhesiones simbólicas y muchas constancias, que entre todas le arrebataron al candidato ganador el 3 y medio por ciento que le quedó faltando para cumplir la cuota constitucional. Ahora nos enfrentaremos al desgaste de una segunda vuelta electoral, inútil, aburrida y peligrosa.
Pero hagámosle buena cara al mal tiempo y tratemos de descubrir, en el oscuro panorama que nos aguarda, cosas buenas, lecciones importantes, conclusiones saludables. Y dentro de tal empeño será lo primero destacar que gracias a esta absurda segunda vuelta pudimos conocer, sin que quedara el menor margen de duda, las intimidades del Partido Verde.
La celebración transmitida por la televisión tuvo esa virtud. Por ella quedamos suficientemente enterados de cómo sería la actuación de ese cuerpo colegiado de potenciales mandatarios, reaccionando ante graves hechos o enfrentando altos desafíos. Los brincos desaliñados de Peñalosa, que no hubiera esperado ni el más severo de sus críticos, y la violación impúdica de Garzón a la Ley seca, fueron harto reveladores.
Sobre todo en un partido que pregona el cumplimiento de la Ley como uno de los pilares fundamentales de su doctrina. Lo demás fue ver y oír al profesor Mockus predicando su limitado evangelio de lugares comunes y de repeticiones que desnudaban, por lo menos mejor que otra cosa, su estrechísima capacidad para la creatividad y el liderazgo.
Al mismo tiempo, valió esta experiencia para comprobar que en Juan Manuel Santos no tenemos solamente el demostrado estudioso de los temas del Gobierno y el riguroso ejecutor de políticas administrativas, sino un hombre de Estado de grande magnitud. Su discurso pasará a la historia como una página maestra entre las muchas de su género. Y el medio en que se produjo nos dio la más perfecta tranquilidad de que quedaremos en manos de una persona magnánima, creyente en lo que vale la pena creer y amante de las cosas que merecen ser amadas.
Los hechos subsiguientes tampoco han venido menos cargados de contenido y sustancia. El Partido Conservador demostró, tan tardíamente como se quiera, que todavía lo razonable puede prevalecer en la política colombiana y que más de 160 años de existencia afinan en estas instituciones instintos tan útiles como el de la supervivencia.
La dirección del liberalismo ha mostrado hasta la saciedad por qué trajo ese glorioso partido hasta las puertas de la desaparición no forzada. Sus seguidores se portaron mucho más inteligentes y dúctiles que quienes pretenden gobernarlos. Aún así, con todo lo compleja que resulte esa aparición tardía de los partidos que respondieron durante siglo y medio por la democracia liberal, contribuirán a componer para el 20 de junio una fuerza moral insuperable y un aparato político formidable. Que el liberalismo no venga en bloque sino con decisiones individuales a las tiendas de campaña de Santos tiene el saludable efecto de que no incluya la adhesión a Piedad Córdoba.
A Germán Vargas le quedó grande la grandeza. Una excelente campaña a la Presidencia y un majestuoso resultado no fueron suficientes para impedir que se mostrara lento, pesado e incapaz para los grandes gestos y las memorables decisiones. Debemos lamentarlo. Como dijera Churchill en hora cumbre, esperábamos un gato montés y nos encontramos una pesada tortuga.
Como se ve, una segunda vuelta costosa y superflua ha servido para aclarar ciertos rincones oscuros de la política colombiana.
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