22 de febrero de
2012 | COLUMNA| Por:
Fernando Londoño Hoyos
No estamos en un juicio. Apenas, en un circo romano. El pulgar señala al infeliz que está vencido en la arena.
La
gradería estalla en vítores. La fiera tiene su presa y la canalla queda ahíta
de sangre inocente.
Decíamos ayer que en
la sentencia contra el coronel Luis Alfonso Plazas aparece un elemento más que
inquietante, entre pintoresco y repulsivo, que es la condena contra
instituciones y personas que no se pasearon una sola vez por el proceso, que no
fueron convocadas para defenderse de cargos que en el mismo se les hicieran y
que no tuvieron por tan simples razones el derecho y la oportunidad de
defenderse.
Ya lo dicho pone de presente la calidad de los
juzgadores y el ánimo que movía su pluma. Más tarde, cuando leímos la sentencia
de primera instancia y las revelaciones que hizo el cabo Villamizar, el único
testimonio del que pudo agarrarse la juez para prevaricar con algún respaldo,
concluimos que el Tribunal no podía hacer otra cosa que absolver al sindicado.
Villamizar juró que no salió de Granada (Meta) el día
de la tragedia y que la fiscal Buitrago se inventó el acta en que declaraba lo
contrario y acusaba a Plazas. Confirmamos que teníamos razón cuando leímos las
largas páginas que el magistrado ponente le tuvo que dedicar a esa faena
exculpatoria. No había otro remedio.
Pero cuando no se trata de administrar justicia, sino
de usar la justicia para hacer política, de la peor, todo es posible. El
escrito de los dos magistrados mayoritarios lo demuestra.
Era imposible que concluyeran en que había prueba,
alguna, de la supervivencia de los empleados de la cafetería. Y tuvieron que
aceptarlo. Cuando negaron las pretensiones de nueve de las diez familias
quejosas, admitieron que el peso abrumador de las evidencias era mayor que su
voluntad de tejer una novela. Y desestimaron esa feroz e interesada presión de
los familiares de las supuestas víctimas. A pesar de que medio millón de
dólares per cápita aguza mucho el ingenio, no hubo espacio para tanto. El
Tribunal aceptó que en todos los casos, menos en uno, la desaparición era una
invención, aunque hubiera sido tan gritada a los cuatro vientos.
Se agarraron de un último expediente. Como pudieron,
adornaron la hipótesis de que Carlos Rodríguez salió con vida de Palacio. Y le
sumaron la segunda hipótesis de que alguien, sin ser visto ni oído, se lo llevó
para la Escuela de Caballería. Y que allá lo descubrió el coronel Plazas,
tercera hipótesis, sin que nadie lo supiera, ni el más indiscreto fisgón ni el
más osado denunciante. Para concluir en la hipótesis final, la de que Plazas lo
desapareció en algún ignorado lugar del universo. Donde quedará para toda la
eternidad.
Algo mejor supieron de la guerrillera Irma Franco. De
su supervivencia y de que alguien la sacó de la Casa del Florero. Alguien que
no pudo ser Plazas, engarzado en su guerra de tanques cuando todo aquello
ocurría. Nos quedaron debiendo lo demás. Esto es, que la señora Franco
desapareció en Caballería y que fue Plazas quien la tuvo en su poder. Lo que
era práctica y tácticamente imposible. Pero no importa. Un solo desaparecido
era muy poco. Por pares la cosa va mejor.
¿Algún indicio, siquiera un indicio que relacione a
Plazas con la guerrillera? Por supuesto que no. Queda el mando de una empresa
criminal. Pero Roxin no da para tanto y el general Arias Cabrales ya carga esa
cruz. Tampoco importa. Algo de imaginación suple la plena prueba con que solo
puede condenarse a alguien en Colombia. Y en cualquier lugar del mundo. Salvo
que no se trate de impartir justicia sino de satisfacer odios y de halagar las
graderías del circo.
El pulgar señala al infeliz que está vencido en la
arena. La gradería estalla en vítores. La fiera tiene su presa y la canalla
queda ahíta de sangre inocente. En el Palco siempre hay un Cesar victorioso. Al
que Dios y el tiempo y la humanidad le pasarán la cuenta de su ignominia. Así
ha sido, y así será.
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