OPINIÓN | Por: ALFREDO RANGEL | Publicado: feb.9,
2013
Se trata de hablar de todo a propósito de cualquier cosa. Es meter la agenda del Caguán por la puerta de atrás.
Las FARC son el principal cartel de
la producción de cocaína en Colombia, lo que equivale a decir que también lo
son a nivel mundial.
Es evidente que
los diálogos de paz de La Habana están repitiendo la receta mágica del fracaso,
esto es, la receta del Cagúan: diálogos empantanados en la mesa, y violencia y
terrorismo creciente en el país.
El que acaba de
terminar fue el enero con mayor número de atentados contra la infraestructura
económica en los últimos seis años, que supera en 250 por ciento los del año
pasado, que ya había marcado un récord con respecto a los años anteriores. Los
atentados contra escuelitas públicas se multiplican, y 12 policías han sido
asesinados por la guerrilla en las últimas semanas. Cada hecho violento socava
la confianza de la ciudadanía en el destino de unas conversaciones en las
que las FARC no demuestran ninguna voluntad de paz. Pero también se multiplican
las propuestas insensatas de las FARC en la mesa de conversaciones, cuyo mero
trámite prolongaría hasta el infinito la duración de unos diálogos a los que el
Gobierno ha puesto un incumplible plazo de pocos meses. Conversaciones
sin límite de tiempo y aumento de la violencia son elementos de la estrategia
de las FARC que el Gobierno ya no sabe cómo manejar.
Para las FARC
los cinco puntos de la agenda que firmaron con el Gobierno en el Acuerdo
General para la Terminación del Conflicto son apenas unos puntos de referencia
para introducir en cada uno de ellos los más disímiles temas nacionales. Se
trata de hablar de todo a propósito de cualquier cosa. Es meter la agenda del
Caguán por la puerta de atrás, mientras los más ingenuos se solazan con el
supuesto pragmatismo y el abandono del maximalismo de la guerrilla.
A propósito del
primer punto de la agenda que se discute en La Habana, “Una Política Agraria
Integral”, las FARC ya están pidiendo que se revoquen los 11 tratados de libre
comercio que Colombia ha firmado con otros tantos países, que se cambie la
política minera y energética, que se suspendan proyectos hídricos como la represa
de El Quimbo y las explotaciones mineras a cielo abierto, que se “desmilitarice
el campo y la sociedad”, es decir, que se reduzcan el presupuesto militar y el
tamaño de las Fuerza Militares, que se cambie la doctrina militar del Estado y
que se purgue el Ejército; que se haga un nuevo ordenamiento del territorio y
que se suspendan las fumigaciones y otras formas de erradicación de los
cultivos de marihuana, amapola y coca en el país, entre muchas otras
propuestas “mínimas” y “realistas”.
Miremos por
ahora solamente este último punto. Varias agencias gubernamentales nacionales y
extranjeras, y también instituciones académicas que estudian el tema, coinciden
en señalar que las FARC son el principal cartel de la producción de cocaína en
Colombia, lo que equivale a decir que también lo son a nivel mundial. La
mayoría de sus ingresos económicos están derivados de su vinculación con el
narcotráfico. Han hecho alianzas con todas las bandas criminales del
narcotráfico para usufructuar conjuntamente este negocio ilícito. Pero se
atreven a decir públicamente y sin sonrojarse que ellas no tienen nada que ver
con el narcotráfico. Por supuesto, no engañan a nadie, pero quedan en evidencia
su cinismo y su desfachatez.
Con la reciente
propuesta de suspender toda forma de erradicación de cultivos ilícitos, las
FARC están reclamando en provecho propio. De llegar a hacerse, es obvio que se
dispararía el área sembrada de esos cultivos, se produciría más cocaína para la
exportación y se incrementarían los ingresos de las FARC destinados a ampliar
su pie de fuerza, aumentar y sofisticar su armamento, mejorar su logística y
sus comunicaciones, expandir sus redes de inteligencia, etc., todo ello en
detrimento de la seguridad de los colombianos. Un fortalecimiento similar
tendrían todas las bacrim y las mafias dedicadas al narcotráfico y aliadas con
las FARC y el ELN para el aprovechamiento del negocio.
Lo peor de todo
es que esta propuesta parece encajar perfectamente con el actual ambiguo
discurso gubernamental orientado hacia la legalización de las drogas ilícitas.
Esta ambigüedad de hecho ha producido una merma en el esfuerzo del Estado
colombiano para controlar los cultivos ilícitos, que por primera vez en más
diez años parecen estar creciendo en el país. Claro, cuando el jefe del Estado
dice que la lucha contra el narcotráfico es inútil, que esta es una batalla
perdida y estéril y que hay que orientarse hacia la legalización, pues ningún
policía o militar quisiera ser el último muerto en una batalla que de antemano
su comandante declara perdida. Dicho sea de paso, este discurso es un mensaje
desalentador e injusto para un país que es uno de los pocos ejemplos de lucha
exitosa contra el narcotráfico a nivel mundial, como lo demuestra el hecho de
que en la última década hayamos bajado a menos de la mitad el área sembrada de
coca y la producción de cocaína en Colombia.
Mientras el
narcotráfico siga siendo el combustible de todas las violencias en el país, es
absolutamente improcedente y equivocado plantear un viraje en nuestra política
antinarcóticos orientado hacia la legalización de la producción, el tráfico o
el consumo de drogas ilícitas. No estamos en Dinamarca, sino en
Cundinamarca, y aquí son las bandas criminales violentas las beneficiarias de
un ablandamiento en estos temas. Con razón lo rechaza el 70 por ciento de los
colombianos.
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