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Peláez y Gardeazábal agosto 1 de 2018
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¿Poder sin límites?

Por: Rafael Nieto Loaiza
Marzo 07 de 2010


Empiezo por recordar que siempre fui de los uribistas no rerreeleccionistas y que, en consecuencia, no esperaba que la Corte Constitucional le diera su bendición a la ley que convocaba el referendo. La segunda reelección consecutiva del Presidente no le convenía ni al país ni a él mismo, por múltiples razones que he expresado en otras ocasiones. En este país de suspicaces, la aclaración es necesaria para que no me sumen a las filas de quienes, muy pocos por cierto, se han ido contra el alto tribunal acusándolo de “hacer política”.

No pienso que la Corte haya hecho “política” con su sentencia. Al menos no en el sentido partidista y antiuribista que los más recalcitrantes le adjudican. Mi crítica a la Constitucional es otra y es indispensable hacerla ahora, cuando la decisión está aún caliente. Tiene que ver con los argumentos de la Corte en virtud de los cuales, “aun sin vicios de trámite, el referendo se habría hundido”, en palabras del propio presidente de la Corporación.

Dice la Corte que “a la luz de la jurisprudencia de esta Corporación no proceden reformas constitucionales que desconozcan los principios estructurantes o elementos definitorios de la Carta Política de 1991” y agrega que la ley que convoca el referendo “desconoce algunos ejes estructurales de la Constitución Política como el principio de separación de los poderes y el sistema de frenos y contrapesos, la regla de alternación y períodos preestablecidos, el derecho de igualdad y el carácter general y abstracto de las leyes”. El problema de estas afirmaciones es bifronte. Por un lado, ocurre que nada hay en la Constitución que permita sostener que hay límites para el Congreso de la República y para el mismo pueblo, el constituyente primario, vía referendo, en su capacidad de reformar la Constitución. Afirmar, como hace la Corte, que hay “ejes estructurales” de la Carta que sólo pueden modificarse por vía de una asamblea constituyente que, para rematar, exige la Corte, debe tener como mandato expreso “sustituir” la Constitución actual, es arbitrario. Y lo es porque, insisto, primero, no hay ni una letra en la Carta que establezca esos límites al Congreso y al pueblo y porque, segundo, la Constitución tampoco dice ni una palabra acerca de instituciones o principios “estructurantes” que no puedan ser modificados (las llamadas “cláusulas pétreas”). Por otro lado, no sobra recordar que en un estado de derecho las facultades de los poderes públicos están regladas en la misma Constitución y en la nuestra no hay ninguna que le dé poder a la Constitucional ni para establecer límites al Congreso y al pueblo en su capacidad de reforma, ni para definir qué puede y qué no puede ser reformado o sustituido.

En otras palabras, la Corte, primero en la sentencia que permitió la primera reelección y después en ésta, que evita una segunda, no sólo se ha atribuido unas funciones que no tiene según la Constitución, sino que ha recortado las competencias de los otros poderes constituidos y del mismo pueblo. Curioso, en especial en un tribunal que sostiene, con razón, que “más que meros ritualismos, las formas están instituidas en garantía de las reglas fundamentales de la democracia representativa y de participación y son componentes sustanciales del principio democrático”.

Pareciera que las únicas que, según ellas, no están sujetas a respetar las normas y las formas, son las cortes. En sus manos estamos.

 

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