13 de septiembre
de 2011 | OPINIÓN | Por: SAÚL HERNÁNDEZ BOLÍVAR
La violencia espanta al empleo, el desempleo genera pobreza y los pobres son instrumentalizados por los violentos.
Este
problema es como una serpiente que se muerde la cola.
Probablemente sea una
ingenuidad lo que voy a decir pero, es de suponer, que las prácticas extorsivas
que se están tomando las ciudades son producto del desempleo calamitoso que
vive el país hace años, paliado apenas por el subempleo y el rebusque. Y digo que
puede ser una ingenuidad porque no es del todo cierto que un pobre padre de
familia desempleado tenga los alcances de crear o adherirse a una estructura
criminal para vacunar hasta a sus propios vecinos, y para matar sin que le
tiemble la mano al que no afloje lana.
De tal manera que quienes
pertenecen a las bandas de extorsionistas no son simples desempleados
parapetados tras un
escampadero mientras les sale un trabajo de sueldo mínimo. De hecho, dudo de
que estas personas se contenten con un salario pírrico, sometidas a un horario,
unas obligaciones y un patrón, además de la inestabilidad laboral de nuestras
economías.
El asunto se está saliendo de
madre. Si la inseguridad en nuestras ciudades se había complicado por el
microtráfico de drogas, con las microextorsiones está tocando fondo. Ya hace
años se conocía que hasta limosneros y cuidadores de trapo rojo tenían que
negociar semáforos, esquinas o calles enteras con quienes se autoerigían como
'dueños' del espacio público respaldados por su capacidad de fuego.
Hoy, en ciudades como
Medellín, están vacunadas prácticamente todas las actividades productivas por
lo menos
del estrato tres hacia
abajo. La prostitución, las ventas ambulantes, las tiendas, los buses, los
taxis, los parqueaderos, los camiones de reparto, las peluquerías, las
carnicerías, los graneros, los prestamistas, los cambistas, los músicos, los
sitios de rumba... ¡todo! Incluso, ya se llegó al desvergonzado extremo de
cobrarles a habitantes de barrios pobres, por prestarles 'seguridad'.
Es decir, mientras muchos
afirmaban que la legalización de las drogas no disminuiría la violencia
asociada porque las mafias harían tránsito a otros ilícitos, como la extorsión
siciliana, estas hicieron ese tránsito sin haber perdido el control del otro
negocio, lo que demuestra que la criminalidad sigue moviéndose más rápido que
el Estado en sus esfuerzos para combatirla.
Este problema es como una
serpiente que se muerde la cola. Sin ese ejército de desocupados no habría
extorsiones, y sin esos dinerales no habría cómo reclutarlos. Lo cierto es que
lo único que generaba empleo era la guerra y un postconflicto sin plata deriva
en delincuencia. Las bacrim son un recordatorio de que nadie se deja morir de
hambre fácilmente y menos
si es gente de armas tomar. Según Fenalco, los pequeños tenderos de Medellín
pagan cuotas de entre 30.000 y 40.000 pesos mensuales que sumadas ascienden a
40.000 millones al año. Pero se calcula que entre microtráfico y
microextorsión, las bandas delincuenciales de la ciudad se estarían levantando
1,5 billones de pesos anuales, el combustible que sostiene la violencia.
Lamentablemente, como lo
destaca el estudio 'Medellín, cómo vamos', en la ciudad es difícil conseguir
trabajo. El empleo industrial está de capa caída, y a pesar de que las grandes
empresas proveen menos del 20 por ciento del empleo, este sigue teniendo una
costosa estructura de precios que no ayuda a la creación de más puestos de
trabajo. Hasta César Gaviria se desgañitó la semana anterior pidiendo que el
presidente Santos se gaste su popularidad, quitándole esas arandelas. Algo bien
difícil mientras los mismos liberales le calienten el oído con cánticos de
reelección.
La paradoja es que esa fortuna
se va, en su mayor parte, al bolsillo de los capos y no al de los miembros de
las bandas, eso no los saca de pobres. Pero provoca un círculo vicioso: la
violencia espanta al empleo, el desempleo genera pobreza y los pobres son
instrumentalizados por los violentos. ¿Qué vamos a hacer?
@SaulHernandezB
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