Macrolingotes

Por: Óscar Alarcón

Para no irnos tan lejos, entre nosotros, la de 1853 se acabó con el golpe de estado del general Melo y nació la de 1858, que a su vez dio origen a la de 1863, resultado de una revolución —la única que ha triunfado en nuestro país—, cuando las regiones, encabezadas por el general Tomás Cipriano de Mosquera, José María Obando y Juan José Nieto, se le enfrentaron al gobierno de Mariano Ospina Rodríguez. Al triunfar, desconocieron la Constitución de 1858, la de la Confederación Granadina, y en Rionegro se expidió la de los Estados Unidos de Colombia (1863), que fue la más duradera el siglo XIX.

Después, luego de la batalla de la Humareda, el presidente Rafael Núñez, desde el balcón de Palacio, dijo que la Constitución de 1863 había dejado de existir. Convocó un consejo de delegatarios que redactó la de 1886, la cual duró más de cien años, que fueron cien años de Soledad… Román. Desde joven a esa Constitución la violaron y ya en su vejez tuvo una violación mayor, la que se hizo con la votación de una séptima papeleta, que jamás escrutaron, y que gracias a ella permitió la convocatoria a una constituyente que expidió la de 1991, la que actualmente nos rige.
Entonces, entre nosotros ¿puede hablarse de un Estado de derecho? Más parece un estado de ingeniero, porque los pesos y contrapesos de nuestras cartas fundamentales se quitan y se ponen como si fueran resultado de una licitación contratada con los Nule. Es simple ingeniería constitucional.
En los estados de derecho las constituciones deben ser rígidas, es decir, que las modificaciones deben hacerse por un mecanismo especial, más riguroso que aquel que existe para tramitar una ley. Y eso no se da.
Por todo eso hay que esperar, con paciencia, lo que diga la Corte Constitucional para ver si el ponente Sierra la reelección presidencial o, por el contrario, averígualo Vargas… (Me refiero a Luis Ernesto Vargas, otro de sus magistrados).