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De sentencias inicuas

09 de febrero de 2012 | Reflector | Por: Fernando Londoño Hoyos

Cuando la política se disfraza de justicia, esto es lo que pasa.

El Ejército y la Policía fueron condenados a sufrir el más detestable de los tratamientos.

   Puestos en la empresa de dictar una sentencia inicua, los dos magistrados del Tribunal Superior de Bogotá que condenaron al coronel Alfonso Plazas Vega pasaron de largo a dictar varias, que compiten en torpeza y perversidad.
    Las sentencias no pueden tener efecto sino respecto a quienes han sido juzgados. Es la garantía fundamental del debido proceso.
    Las sentencias no pueden contener penas que no estén previstas en la Ley. Es parte esencial del principio de reserva, que informa todo el Derecho de Occidente: nulla poena sine lege.
    Las sentencias no pueden suponer tratos crueles, inhumanos o degradantes. Derecho fundamental que contiene el artículo 12 de la Constitución.
    Las sentencias no pueden fundarse en normas posteriores al hecho que se imputa. Las leyes penales no son de aplicación retroactiva, sino a favor del reo.
    Nadie puede ser juzgado más que por tribunal competente para conocer su causa. Es un derecho fundamental.
    Nadie puede ser condenado sino por hechos plenamente demostrados en el proceso, y que le sean atribuibles a título de culpa o dolo.
    En proposiciones tan simples está contenido todo el Derecho que nació de las cenizas humeantes del Antiguo Régimen. Todas las revoluciones que para derrocarlo costaron tanta fatiga, tanto dolor y tanta sangre se resumen en estos principios que patearon los magistrados Pareja y Poveda, para vergüenza suya, de la Justicia y de Colombia.
    Ni las Fuerzas Militares ni la Policía fueron juzgadas con el coronel Plazas. Ni se las citó, ni las oyeron, ni se produjo en su contra prueba alguna, ni se hizo respecto a su conducta estimación de ninguna naturaleza. Y las condenaron.
    Y no solo las condenaron en proceso ajeno. Las condenaron a una pena que no está prevista en la ley colombiana. La humillación pública no forma parte de nuestro sistema punitivo. Aquello fue cosa de otros tiempos. El sambenito de la inquisición; la cabeza exhibida al público por el verdugo después del hachazo o de la guillotina; el cuerpo sangriento expuesto al odio o al terror del pueblo; la cabeza paseada en escarpas o guardada en jaulas; los azotes ante espectadores repugnados o entusiastas; las retractaciones arrancadas en el tormento o las confesiones humillantes, como en los juicios estalinianos, todo es parte de una Historia vencida, que no se puede dejar resucitar.
    El Ejército y la Policía fueron condenados a penas inexistentes y a sufrir el más detestable de los tratamientos, de las degradaciones, de las crueldades. Pedir público perdón por cumplir el deber, por defender los más preciados valores de la Democracia, por arriesgar la vida para salvar la de otros es la peor ofensa irrogada nunca a hombres y mujeres de honor. Esa sentencia no es solo antijurídica, es un detestable acto de terror contra las instituciones más amadas por el pueblo colombiano.
    El Estado también se llevó su parte. Cuando el Tribunal decidió acudir a la Corte Penal Internacional no solo cometió un disparate, sino que nos condenó sin juicio a todos los colombianos. A exhibirnos ante el mundo como un pueblo de salvajes donde no hay jueces, ni garantías para ellos, ni rastros de Estado de Derecho. Esa ignominia la cometieron en apariencia contra un hombre benemérito, cargado de años y merecimientos, el presidente Betancur y contra todos sus ministros. Y no es una compulsa de copias. Porque Pareja y Poveda no pueden ser ignorantes a tal extremo. Ellos saben que la Corte no aceptará competencia por hechos desfasados 27 años respecto a sus atribuciones. Pero no se trataba de juzgar. Se trataba de meter una tarascada, de satisfacer odios, de gozar un triunfo político, a costa de la majestad de la justicia y del honor de Colombia. La de Plazas tendrá tiempo. No hay espacio ni prisa.

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