OPINIÓN| Por: SAÚL HERNÁNDEZ
BOLIVAR| Publicado: mayo.07, 2013
Todos queremos la paz, y creemos en ella, en el sentido de que vivir en paz es el estado ideal de todo ser humano, pero a la inmensa mayoría nos cuesta creer en las Farc, porque conocemos de sobra su naturaleza.
Muchos
no creemos tampoco en el gobierno de Santos –la otra parte de la negociación–
por haber traicionado el mandato que recibió de nueve millones de electores.
‘Paz’ es un término abstracto que,
en conjunto con su polo opuesto, que sería ‘guerra’ o ‘violencia’, conforma una
de esas dualidades asociadas a los conceptos del bien y el mal, sobre los que
se fundamentan las religiones y las normas sociales desde las civilizaciones
más antiguas.
Luz-oscuridad,
amor-odio, generosidad-egoísmo, diligencia-pereza, sacrificio-comodidad,
placer-dolor, solidaridad-indiferencia, filantropía-envidia, en fin. A cada
virtud humana corresponde un vicio, una tara moral, una corrupción del espíritu
que, paradójicamente, es lo que nos hace humanos, lo que nos caracteriza. De lo
contrario, seríamos ángeles o viviríamos en esos paraísos utópicos de leyenda,
como Shangri-La.
Todos los seres
humanos, a menos que se padezca un grave trastorno mental, eligen estar del
lado de los valores que representan el bien. Por eso, no tiene ningún mérito
expresar eso de “yo creo en la paz”, pues tal virtud no reside en el concepto
mismo, en su nominación o expresión, sino en la acción individual o colectiva
de los seres humanos, que somos los que practicamos los vicios y las virtudes.
Luego, lo que hay que afirmar o negar es si uno cree o no en que la decisión de
las Farc, de hacer política por vías pacíficas, sea o no sincera.
Todos queremos la
paz, y creemos en ella, en el sentido de que vivir en paz es el estado ideal de
todo ser humano, pero a la inmensa mayoría nos cuesta creer en las Farc, porque
conocemos de sobra su naturaleza, y muchos no creemos tampoco en el gobierno de
Santos –la otra parte de la negociación– por haber traicionado el mandato que
recibió de nueve millones de electores.
Una cosa, entonces,
es creer en la paz como estado superior de convivencia social, y otra, muy
distinta, es creer en las Farc y en que el negociado que traman con Juan
Manuel, en secreto, derive en algo similar a la paz. Mucho menos cuando Santos
acude al estilo Maduro para sembrar una división social inaceptable con ese
artificioso dilema de amigo-enemigo de la paz, con lo que se estigmatiza a
quienes no compartimos los términos de la transacción.
Más grave aún es que
se firme algo, en cuyo caso tendremos un virus troyano carcomiéndonos por
dentro, porque para las Farc la democracia y sus instituciones son solo
‘instrumentos burgueses de dominación de las masas’, y su único propósito es
destruir al establecimiento burgués para remplazarlo por la dictadura del
proletariado, usando la táctica chavista de tomarse el poder guardando
apariencias democráticas.
La semana anterior,
las Farc desconocieron al Poder Judicial diciendo que “los tribunales
colombianos no tienen el decoro y la competencia (para juzgarlos), porque este
ha sido un Estado criminal”, y que el Estado es el que debe pedir perdón, no
ellos. Con declaraciones como esas, sorprende que se insista en este sainete.
Tal vez lo más
patético de este asunto es que a estas aberraciones Santos las llama “avances”,
así la negociación cumpla hoy 203 días sin siquiera haber logrado acordar el
primer punto. Además, el Presidente incurre en una notoria contradicción al
decir que los enemigos de la paz reculan al pedir paz sin impunidad, como
supuestamente la quiere también el Gobierno. Pero a renglón seguido les pide a
las Farc que “cambien las balas por los votos y rápido”, como si el Congreso
fuera una cárcel o hacer política, un castigo.
Difícil creer en este
proceso. Hace 10 años, Guillermo Gaviria y el gran Gilberto Echeverri pecaron
de ingenuos creyendo en la no violencia de las Farc, y la no violencia los
mató. Por eso, mi aporte (y el de muchos) es dudar, no creo en las Farc y no
creo en Juan Manuel Santos.
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